La bienvenida de las cucarachas - Desde la Torre

PORTADA

jueves, 4 de octubre de 2018

La bienvenida de las cucarachas



Cuando el tío Julián llevó a la boca esa cuchara entre el sabroso estofado habría querido que el crujir de algo extraño entre sus fauces sea una astilla cualquiera más no una pata veraniega de cucaracha. Ese almuerzo en aquel inubicable restorant, olvidada, como quien no quiere recordar, entre las intrincadas calles de Lima despertó mi interés por conocer al animal de curioso nombre. Era la primera vez que oía hablar del detestado insecto, indeseable y sorpresivo invitado de comidas. A mí me daba igual, cuando eres niño tus facultades de asquear aún no están desarrolladas del todo; por eso cuando el tío se quejó, fui el primero en parar las antenas, acercarme a su plato disfrutando el almuerzo, con el bolo alimenticio hacia el estómago, a diferencia de los otros que también pararon las antenas, cual cucarachas que le hacen ascos a los otros.

 Quién puede ganarle la guerra como para declararsela - Imagen: Metro Ecuador

Pese mi molestosa insistencia, que todo niño no colma, fui impedido de escrutar la pata que sabía a cucaracha. Más listo, papá, equiparó a la cucaracha con el chuclus (quechua) grillo, animalitos que abundan en las chacras de la sierra, insectos saltarines de variados colores; generalmente verdes con manchas rojizas, unas salpicadas de sucesivas pinturas, abundaban en las nuestras. De niños los juntábamos, quien capturaba aquellos de texturas extrañas, pardas o marrones presumía de su éxito. Presumías más si conseguías a los dos en uno, grillos montados, les decíamos mamá e hijo, papá y su hijito, ahora creo interrumpíamos su apareamiento. Si los grillos, con quienes jugábamos los niños, son parecidos a las cucarachas, ¿por qué tanto asco con una pequeña patita en el estofado? Además los grillos se pueden comer. Martha, la loca del pueblo, de quien era su escaso amigo, si me encontraba jugando con los grillos tenía el banquete servido, y cuando no, la ayuda a descubrir y atraparlos. No es tarea fácil, se mimetizan entre los pastos, ichus. Ahora que recuerdo, gente también le tenía cierto asco a Martha por su boca medio verdosa, a veces babeando una espesa saliva negra, parecían las futuras mierdas que las vísceras contenían. Si papá me quiso hacer comprender la semejanza entre el grillo y la cucaracha, me confundió  en cuanto a los ascos que hacían al estofado con una patita de cucaracha, si yo hubiera jugueteado con los grillos de mi chacra.
Luego de diez años del reclamo al borde del vómito del tío Julián, comprendí por qué tanto asco a la cucaracha. Era un bajadito de la sierra de regreso a Lima. En nuestros campos y casas frioleras no compartimos espacios con estos asquerosos animales. No sé cuál fue finalidad de abrir la tapa del desagüe. En la inmundicia, una docena de cucarochones regordetes no podían correr por sus vidas, ya fuera porque estaban obesas o porque estaban habituados a morir aplastadas, o quizás creen que las cloacas no son de los humanos, cuando diariamente hacemos del mundo eso. Los maté más por asco que por desaparecer su prole, lo último que dijeron fue plach, varios plachs, y su heredad cremosa, blanca quedó esparcido. Ellas no guardan grandes cosas como nosotros los humanos. Se parecían al ceso, queso molido, mayonesa vencida que hubiera sido su último deseo. Esos mismos del desagüe o de la basura, y todos los lugares imaginables de porquería;  parientes, primos, abuelos, nietos, tataraabuelos o vecinos de cucarachas, un día lo descubres recorriendo tus vajillas, ollas, muebles, ropa o desconoces que estuvieron primero que tú. Ahí comprendí el asco a las cucarachas y el disgusto que hasta hoy le genera cuando le convidan un estofado al tío.
En la sierra las cucarachas son insectos desconocidos, para mí lo era, no sé ustedes. Hasta hace poco me sucedía lo mismo en Cerro de Pasco, donde no tuve la fortuna de desestresarme con ellas. Solo un par de ocasiones vi a cucarachas turistas de contrabando, estoy seguro que no tenían boletos y huían de la revisión de boletos, en un ómnibus a Lima. De esos encuentros en algunos carros interprovinciales no vi más cucarachas en Pasco, hasta que me fui de la ciudad más alta del mundo. Desde mi llegada a esta tierra cálida, la ciudad de la eterna primavera, los indeseables intrusos son los molestosos dándome la bienvenida, recordándome que ellos llegaron primero que yo.
*J*
Cuando creía ser el único en mi nuevo imperio, al pasar la escoba al palacio recientemente conquista por unos soles, descubrí que era el segundo o tercer ocupante. Otro inquilino sin pagar arriendo se instaló desde quién sabe cuándo. En dos de las ocho esquinas tenían su propio imperio las cucarachas medianas, bienvenido tardón, se habrán burlado. Sin contemplaciones les declaré la guerra, estaba seguro que me bastaba la tenacidad y buena puntería para exterminarlo.
Terminada la mudanza, ya en la noche, cuando ya desempaqué; en el trapeador que puse a la entrada para prevenir la asquerosidad, estaba la mamá o abuela cucaracha que vino a reclamar su lugar. Bienvenido, pero parece que olvidas que nosotros somos primeros, decía la retadora. Inmóvil, cual si no amara la vida, ¿un suicida o un difunto? Con el paso del tiempo y la costumbre aprendería que no son ni mosquitas muertas ni suicidas, aman la vida, en cuanto los tocas para cerciorarte de qué se trata corren lo más que pueden; son astutas, se paralizan para para que no lo distintas en la oscuridad. No obstante, la astuta cucaracha del trapo terminó despanzurrado a unos pasos de donde lo descubrí. “Cucarachas asquerosas, qué demonios quieren”, proferí.
“Malditas cucarachas, aquí ni siquiera hay alimentos”, rezongaba cada que los encontraba en el baño, en el patio o sobre el lavadero, también en las calles, la mayoría de veces muertos porque alguien más que los detesta igual que yo adelantó su muerte.    
Los hay de todo tamaño y gusto, si lo prefieren. Las pequeñitas, entre el tamaño de hormigas y el arroz negro abundan, sospecho que son carnes de cañón, los pobres cabos enviados a probar terreno por los generales cucarachones que irán tras solo si es seguro. A los pocos días de mi instalación, ya los tenía por varios lugares, debajo de la mesa, entre la cocina y sus múltiples tornillos, detrás y dentro del equipo de sonido, en el estante, entre mis libros, los costales. Durante dos semanas, mi paranoia me hacía ver cucarachas en todas partes. Una vez, desde mi cama confundí a la oveja de mis cuatro libros de la editorial Oveja Negra, fui a matarlos con ira, provisto de mi armadura preferida, una sandalia, la oveja negra pastaba en el lomo del libro y no estaba para degollar.
Otras veces en el lavadero donde no llega mucha luz, veo en las salpicaduras de agua algunas cucarachas, las toco y solo está el cemento húmedo. Por si acaso insisto tocando otros espacios mojados que también parecen cucarachas, doy con la cosa mojada que de pronto recobra vida y corre por su vida. Cuando ya tengo mi armadura la cucaracha termina por meterse entre los huecos de la pared del patio, antes, noto que me sacan la lengua. Los vecinos que conocen bien la quinta donde vivimos insisten que las asquerosas cucarachas vienen del desagüe, de ahí que muchos muertos se hallan en los dos servicios higiénicos o los lavaderos. Yo concluyo que a un lado del patio atestado de collotas que el dueño acaparó para sus futuras construcciones es el criadero, además de las paredes sin revoque, cuando las persigues corren en esa dirección. La otra vez una se burló de mi puntería del pie derecho, escapó en zigzag y las cuatro veces que pisé no di con la cucaracha, salvó su vida entre las collotas.
Las armaduras cansan; a veces una bolsa lista a la derecha de la puerta, porque en cuanto prendo la luz debo aventarme a la cocina que pese a no tener alimentos, solo un poco de agua en la tetera, es seguro que hay una o dos detestables. Me ganan la batalla si voy con el arma convencional, las sandalias no son efectivas cuando se escabullen entre las ranuras, no gastas pólvora en gallinazos si los atacas con la mano, puedo evitar el contacto con una bolsa, pero difícilmente soporto los principios del vómito.
Cansado de la guerra convencional, que no hay cuando acabe, poniendo en práctica mis últimas lecturas, cuando la guerra no termina todos pierde, opté por modernizarme. La ciencia está para socorrerme en el triunfo como en las guerras, donde hombres matan hombres cual si los otros fueran cucarachas. Podía usar napalm, como los yaquis contra los desnutridos vietnamitas, el gran derrotado sería yo. Cambié las sandalias por la guerra química. Si bien el “Sapolio mata cucarachas y hormigas” los mata, no hace que los insectos no vuelvan. Mi nueva arma sonsaca a las cucarachas. Varias veces cuando una cucaracha inmóvil, astuta, sobre el lavadero me divisa con sus antenas de arriba abajo o a los costados esperando que me vaya,  los rocié mi nueva adquisición para probar su efectividad. Huyen, corretean de aquí para allá pidiendo auxilio a su comadres cucarachas o maldiciendo con indecibles palabras en leguaje cucarachil al tirano. Yo. La última vez que sentencié a muerte, la cucaracha que parecía haberse bañado en el barro, dibujó un rectángulo en el lavadero, volvió al punto donde le cayó mi arma química. Disfruto de la efectividad de mi arma, soy ganador, aunque sea sobre cucarachas, pero ganador al fin.  Todas, por lo general prefieren morir con las patas arriba, esa escena me recrea a Cortázar estudiando cucarachas para Cronopios y Famas. En la guerra química hallé ocho cucarachas grandes, aladas, café oscuro, ¿serían reproductores?, al día siguiente de cuando eché el aerosol en las grietas de la pared y las collotas del patio. En un tiempo mataba cinco cucarachas al día, luego 8, después siete, a veces menos y perdí la cuenta. Se hizo costumbre matar dos o uno al día, esporádicas veces nada. Ensimismado de lo poderoso que uno se siente con una arma que quita vidas, alimentando mi maldad monstruosa, he llegado a pensar que debo amistarme con los insectos que no hacen más que sobrevivir tan igual que nosotros. Embebido de mi crueldad, no caí en la cuenta que guerras cansan y terminas capitulando,  declarar la paz, mientras vuelva la rabieta.
Esto de matar cucarachas me hace sentir un despiadado tirano, un invasor de tierras ajenas. Las cucarachas están primero que nosotros los humanos que buscamos ocupar todos los espacios, subiendo los cerros, construyendo donde solo cabrían seguros de sus vidas las cucarachas y especies similares. No vienen del desagüe, ni vienen por nuestros alimentos, estuvieron ahí, quieren seguir, y no tienen dónde ir. Me compadecí en mi reflexión. A ver. La otra vez que visité un predio de una antigua hacienda, entre los arbustos y pencas que removimos para medir el terreno había varias cucarachas regordetas y parduscas, monstruosas, no iba a terminar de matarlos, para qué ganarme enemigos en tierras ajena. Los dejé en paz; les prenderé fuego, ya verán, dije. Cual asesino español para quitar tierras a nuestros antepasados mataron “indios”, terminaré matando cucarachas para desalojarlos de  sus tierras y ser el nuevo amo, yo y nadie más.
Como en una guerra que se prolonga nadie gana, acepté que debería acostumbrarme a sus asquerosas presencias, siempre que puedo, rompo el armisticio y me lanzo contra ellos. Nos acostumbraremos, ellos a mi presencia o yo al de ellos, matándolos, porque parece que por uno muerto nacen dos, diez, 20 o miles. Quién soy yo para tratar de exterminarlos, si no dicen que ni la bomba atómica pudo con ellas, así que me di por vencido.  

Post Data. Inicialmente publicado en cyb.com agosto del 2015.

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